(Borrador)
Semidesnudo, pero aún serio. Loco, sí, pero de esos de antes, que se hacían héroes al menor descuido. Vuelvo al banco, me siento acomodando la pollera, retomo el libro desde la página marcada por un rizo, y me limpio un denso hilo de baba con un pañuelo.
“¿Hacia dónde?”, le pregunto, y él se acerca, mientras busca los botones que le arranqué de la camisa. La dirección que me señala no es nada sugerente. Ni siquiera extiende los dedos. Se limita a hacer un ademán con la mano, y clava la vista en un sendero poco transitado por su fangosa consistencia. Pienso un momento en cómo decirle que no. Yo llevaba pollera: Era una dama. Y el fango y las damas son algo reacios a una compenetración poética.
El argumento no debería haber fallado ante alguien como él, cuya estructura mental recaía, indudablemente, sobre principios más estilísticos que lógicos. Pero, para mi sorpresa, él se limitó a señalar ciertas discrepancias entre las damas de la literatura y mi persona, haciendo hincapié, de vez en cuando, en lo curiosamente confuso del concepto, y su falta de uniformidad a lo largo de la historia.
Cuando me doy cuenta, caminábamos por la zona cenagosa, mientras él se enredaba la lengua en citas de Flaubert o Chateaubriand.