Thursday, May 31, 2018

Humo

Humo
Hace veinte años, cuando tenía seis, quemé la casa del vecino.
Era la mañana siguiente a navidad y apenas si había cerrado los ojos. Mientras mi familia dormía pesadamente, desayuné con turrones, chocolate con maní y duraznos en almíbar. Me paseé por la casa cargado de azúcar hasta que encontré el sobrante de los fuegos artificiales.
Encender cualquiera iba a ganarme un castigo, así que fui discreto. Nada que explotara. La noche anterior nos habíamos acabado las estrellitas, pero quedaba una linterna voladora.
Los Pereira no estaban en casa cuando sucedió (pasaban las fiestas con unos parientes de Mendoza), por lo cual decidí volver a la cama en silencio y practicar mi cara de sorpresa. Tenía seis años y le temía más a un regaño que a todo el fuego del mundo.
Cada vez que camino las cinco cuadras que separan mi departamento de la parada del colectivo paso frente al que solía ser mi hogar y, por lo tanto, también frente a los restos de mi travesura de niño.
Nadie volvió a habitar la casa de los Pereira. Ignoro por qué no la restauraron ni la vendieron, pero el caso es que la familia se separó y la chamuscada propiedad permanece al día de hoy como un monumento a mi secreta falta de conciencia.
Pudo haber sido peor. Pudo haberse extendido hasta mi casa o la de otro vecino. Pero sobre todo, y este fue siempre mi mayor temor, podrían haberme descubierto.
Este sería un buen momento para caer en la realización de que no soy un buen tipo. Intento ser mejor, pero no puedo ser valiente. No pateo cachorros, pero compraré un auto para evitar la casa de los Pereira.
Cada mañana espero el colectivo pensando al respecto, mientras reviso que ni el saco ni la camisa carguen con el olor a humo que impregna mis recuerdos.
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