Tiemblo. Me basta acercar la cabeza a la ventanilla para tener una idea de los desniveles de la ruta. Tiemblo, y me hundo entre el perlado de las cortinas. La anciana que duerme pliega sus arrugas en un gesto, y el colectivo se retuerce, en respuesta. Mi lengua se escapa entre mis labios... y lame el vidrio. Frío, no tibio. Húmedo, pero no salado. Nada vivo, no su cuerpo. No su calor. Junto las piernas, y busco el encendedor en el bolsillo. No. Lo tiré en la terminal, cuando dije "nunca más" con la boca floja y babosa de puro heroísmo. Me muerdo los labios hasta saborear el rojo. Un poco más de presión y un rocío salpicará las cortinas. El encendedor. La puta madre. Pero la gente duerme. Quizás podría... Sería sólo colocar mi mano a cierta distancia... y hacer lo de siempre. A lo sumo arderán unas pestañas. Unos centímetros del asiento de adelante. No más. Pero no. No. Me dije dos semanas. Dos. Y lo dije por él. Su recuerdo me estremece por completo. Mi mano izquierda se aferra al muslo. Aprieto con fuerza, y los ojos se me van a blancos. Cuando el rojo salpica las cortinas, siento un alivio, pero me aseguro de que nadie vea lo que resbala por mi barbilla... Hace días que no reduzco nada a cenizas... Pero hace una vida que no hago lo que más quiero... Visualizo su pecho, sobre el vidrio, y mi lengua lo recorre una vez más... Tengo los ojos cerrados. Pero las luces de la ciudad no conciben la misericordia...