"Que no", te digo, y me recuesto completamente contra el espaldar de la silla. "Eres un terco". Tu voz no es del todo cariñosa, pero está bien. Uno aprende a tolerar cuando sabe que se lo merece. "Mira", me dices (porque si sos vos es un tú), y tu dedo vuelve a caer sobre la palabra 4 del renglón 13 (los enumeraste cuando te dije que no veía bien, y la mitad de mis excusas mordieron el polvo). Te miro, a vos, a tu dedo, a la palabra en el renglón. Prueba irrefutable de belleza. Prueba irrefutable de mi error. "No veo bien", te miento, descaradamente, y vos, que te levantas de la silla para sentarte en mi falda, te reís. "Sí, ahora veo". Recorro la página en silencio. La luz de las velas es pésima. La máquina se fundió, pero te acordabas de memoria la combinación bizarra de tus palabras con las mías, y no te tardaste en copiarlo todo, para que comenzáramos a discutir.
"Te digo que era así", y te apoyas sobre mi cuerpo. "¿Segura?", y mis dedos ciñen tu cintura.
No todo es mentira en esa habitación de carmín. Las sábanas aún me duelen. El anochecer dejó una marca en mi hombro que intentaste limpiar con saliba. Todo eso permanecía al despertar.
"¿Ves que era así?". Un perfume de no sé qué escapa de tu boca, y la silla de mimbre se resquebraja, apenas. Guardo silencio mientras releo todo una vez más. Jugás con mi pelo sin decirme nada. Ya me ganaste y lo sabés, lo que esperás es el permiso del vencido para volver a la locura del colchón, a los gritos y a las risas.
"Sí, veo", y tiro las hojas al suelo. Te puteo un par de veces. Pero es porque odio que me ganes, y eso lo tenés claro. La última vela se apaga, y vos te reís, pero eso me lo contás al otro día, en el café.
En el momento... no me doy cuenta de nada.