Las mañas del sapo
1
Un truco de magia
Fornel se rascó la barba entrecana al tiempo que se inclinaba adelante para facilitar la inspección a sus ojos. La esfera metálica describía pequeños círculos sobre la madera rajada de la mesa, siguiendo el compás de las manos de Silia. La muchacha no estaba usando hilos, la mesa estaba firmemente equilibrada e incluso el seco viento de verano había dejado de soplar. Fornel se rindió.
- Pues sí, es lo que he hecho.- Admitió a regañadientes.
- Pues sí, es lo que he hecho.- Admitió a regañadientes.
La sonrisa triunfante de la niña no hizo más que acentuar su mal humor. Silia apenas había cumplido once años, pero en sus ojos yacía una aleación de inocencia y astucia que Fornel no dejaba de encontrar inquietante.
Hacía ya seis meses que el hombre trabajaba en el campo de los Lunanueva y otros cinco desde que comenzara a tratar con Silia, la nieta del dueño. Como esta insistía en entrometerse en la labor de los peones y asaltarlos con preguntas, Fornel se había propuesto distraerla con sencillos trucos de magia. Lejos de sorprendida, Silia lo había puesto en ridículo: No sólo había expuesto el engaño detrás de cada truco, sino que había respondido con uno propio que el hombre no fue capaz de replicar.
Por puro orgullo Fornel había comenzado a subir las apuestas: luces azuladas en las noches más oscuras, rosas pálidas que adquirían color a simple vista y páginas en blanco que se llenaban de letras ante el fuego. Con cada una de estas demostraciones Silia había enrojecido de frustración, desapareciendo por semanas enteras, pero siempre que regresaba lograba replicar el truco frente a los ojos de un molesto Fornel.
La última proeza, que consistía en usar telekinesis sobre la esfera de metal que Silia cargaba consigo, apenas la había mantenido alejada una semana.
- Piedra imán.- Señaló Silia al tiempo que mostraba el hosco mineral que tenía sujeto a su pulsera de cuero.- Tuve que viajar a la ciudad para conseguir una y ni así fue fácil. Hasta ahora sólo había leído sobre ellas.
Fornel estuvo tentado de pedirle la piedra, pero se mordió la lengua y destapó lentamente su bota de vino. A ojos de Silia, el truco de la esfera dependía de la piedra imán. No podía admitir que nunca había visto una sin levantar sospechas en la niña.
Por un buen rato Silia continuó guiando la esfera haciendo uso del imán y Fornel aprovechó su distracción para beber en silencio. La sombra del ceibo era escasa y el vino estaba caliente. La piel tostada del hombre brillaba de sudor y las ropas percudidas cargaban el olor de varias jornadas de trabajo. Si Silia encontraba algo de esto desagradable, nunca lo había mencionado. La joven llevaba finas ropas de varón demasiado grandes para su menudo cuerpo, pero más allá del sudor que el clima reclamaba, estaba demasiado limpia para alguien que no hace más que recorrer el campo.
Cuando las moscas comenzaron a zumbar en torno a ellos, Fornel apuró un último trago de vino caliente y tapó la bota. La yegua de Silia se revolvió inquieta cuando el hombre se acercó para desatarla del ceibo.
- ¿Qué haces?- Preguntó Silia sin moverse de su asiento.
- Ya es hora de que te vayas. Casi acaba la hora del almuerzo y no voy a perder una comida por tu culpa.
Silia cruzó miradas con el hombre y suspiró con molestia.
- Como quieras. Pero aún tienes que mostrarme un nuevo truco.
Fornel tomó las riendas de la yegua y la acercó a la chica mientras negaba con la cabeza.
- Hoy no. Mañana.- Antes de que Silia pudiera protestar, continuó.- Este es especial. Me llevará un tiempo prepararlo.
La niña cerró la boca y sus labios lucharon por disimular una sonrisa de satisfacción.
- Vendré por la mañana. Si no tienes nada nuevo entonces, te mostraré uno yo.- El hombre asintió con desgano y la ayudó a subirse al animal.
Fornel la vio alejarse en silencio. Sus manos curtidas ciñeron el pellejo de la bota entre pulgar e índice. Exhaló pesadamente cuando el calor del líquido fue absorbido por su cuerpo. El sudor recorrió su pecho donde la musculatura marcada pero laxa atestiguaba mejores tiempos. Aún no cumplía cincuenta años, pero su piel ya estaba marcada por la vejez que las experiencias habían grabado.
Retiró los dedos de la bota cuando sintió un cosquilleo frío en las yemas. El siguiente trago fue helado y agradable. Suspiró. Las moscas aún zumbaban a sus espaldas. Miró por sobre su hombro y esta vez pudo ver la obesa figura de Rancio, que se acariciaba el estómago desde su lugar al pie del ceibo. Los restos del velo que le habían ocultado aún flotaban en el aire, deshaciéndose en leves partículas cargadas de estática.
- Pudiste haber enfriado el vino frente a ella. Eso la hubiera puesto en su lugar.
Su voz grave y quebrada espantó a las aves que habían anidado en la copa del árbol. Las moscas reaccionaron de manera opuesta, posándose sobre las rechonchas manos con que Rancio acomodaba su escasa cabellera.
Rancio no era nada corto de desagradable. Las pocas veces que se erguía rozaba los dos metros de altura y su enorme espalda musculosa contrastaba con la generosa barriga que estiraba su camisa marrón. Fornel pensó que de haberle convidado un trago de vino, los botones hubieran cedido ante la curva creciente de su estómago. Toda su piel era de un leve tono verdoso salvo su papada y garganta, que presentaban un suave rosado. A cada respiración su papada se inflaba como una bolsa, luchando contra el pañuelo que le aprisionaba.
Como Fornel no respondió Ranció frunció el ceño y lo enfrentó con la mirada. Esta era la única parte de Rancio que no resultaba cómica: Sus ojos enormes y negros eran incapaces de reflejar emoción alguna y convertían su sonrisa sin dientes en un gesto escalofriante.
- ¿Te estás quedando sordo, Forni?
Fornel negó con la cabeza y bebió un largo trago antes de pasarle la bota. Quería comprobar si los botones aguantaban.